- Más allá de la economía, la economía
- Socialismo en el Siglo XXI
Aurelio Alonso, Sociólogo cubano, en La Ventana
Sigue pendiente un debate en torno a la interpretación histórica de la adopción del rumbo socialista en Cuba después de la victoria revolucionaria de 1959. Tal vez siga pendiente por muchos años, pero más importante incluso que encontrar de una vez respuesta es que no se cierre el debate. No tengo la intención de extenderme en este problema, para lo cual están mejor dotados los historiadores. Pero creo que allí descubriríamos algunas de las claves que pueden explicar los rasgos del curso ulterior seguido por el proceso cubano de socialización. Y, en consecuencia, algunos de nuestros dilemas del presente.
El Programa del Moncada quedó adjetivado con el calificativo de «programa mínimo» a partir la celeridad de la concentración de la propiedad estatal en que desembocó la generalización del proceso expropiador, y la asimilación de un estadocentrismo sin fronteras en la gestión económica entre 1960 y 1963. En aquel momento se volvió inevitable, para el imaginario político, identificar socialismo con propiedad estatal sobre los medios de producción. Volver la vista desprejuiciadamente al Programa del Moncada quizá pudiera mostrarnos que aquel programa no era en realidad tan «mínimo». Que fue rebasado entonces por una impronta forzada por la confrontación con que la política del imperio, desde el corte de la cuota azucarera y del suministro de petróleo, comenzó a desbordar claramente el ámbito del discurso, y obligó a Cuba a imponer su soberanía, como nación, con acciones de resistencia que se correspondieran con la intensidad de las medidas represivas de que era objeto.
«Nacionalizar», convertir en propiedad de la nación, que equivalía a decir del Estado, se hacía la única variable plausible en términos de la propiedad sobre los medios de producción, en tanto se volvió el signo de resistencia. Fidel siempre previó que Washington no se cruzaría de brazos ante el desplante de soberanía que le llegaba desde un Estado que creyó políticamente insignificante y manejable. Muchas veces he pensado, sin embargo, que difícilmente haya podido prever que un plan sostenido y complejo de asfixia sine die, tan erosionante como el que se fue formando en aquella escalada de medidas (y que los cubanos tenemos motivos para negarnos a llamar de otra manera que «bloqueo»), sería la respuesta del imperio.
Pido disculpas si reitero consideraciones que todo el mundo conoce, pero es muy difícil aventurar lecturas que creemos nuevas, o al menos distintas, si no se parte de otras bien conocidas. Lo que quiero subrayar ahora es que probablemente la intensidad de la confrontación llevó al proyecto cubano a una radicalidad diferente de la que contenía su enunciado inicial. Digo «diferente» y no «mayor», pues el hecho es que la transformación que proclamaba el proyecto revolucionario fue, también desde el Moncada, una transformación radical. Pero la postura radical se puede adoptar en tonos distintos y de maneras diversas, lo cual implica la posibilidad de plantearse patrones diferentes de radicalidad en los procesos de socialización de la economía. Para decirlo con pocas palabras, pienso que la idea de que más estatal quiere decir más socialista y más radical, no deja de ser también dogmática y equivocada.
En suma, que valdría la pena volver la vista al Programa del Moncada, no como un texto preliminar u omiso, con intención o sin ella, en cuanto a la definición socialista. Lo ha argumentado así con seriedad el politólogo Pedro Campos en un artículo titulado «El Programa del Moncada era socialista y está inconcluso»[1], donde descarta verlo como una propuesta superada, en sentido hegeliano. Lo verdaderamente importante de esta perspectiva es que nos sugiere el desacuerdo con su reducción a un programa mínimo, para retomarlo como punto de partida e inspiración no solo del despegue socialista cubano que tuvo lugar en sentido histórico, sino también de correcciones sustantivas que requiere nuestro tiempo.
En los cincuenta años vividos, el proyecto cubano, definido socialista por su orientación y por la estructura de la propiedad, ha atravesado etapas que se distinguen con claridad ante una mirada retrospectiva, y admite muchas periodizaciones. Hace rato que la experiencia cubana no puede ser analizada solo desde las presiones del hecho presente, sino que exige una mirada que hurgue de manera polémica en los entresijos de la perspectiva histórica. Mesa Lago registra hasta hoy, por ejemplo, nueve cambios de dirección en la política económica cubana[2]. Omar Everleny toma como punto de partida la distinción de cinco etapas[3]. No quiero atenerme aquí a una periodización más minuciosa que la que necesito, y recuerdo de paso que las periodizaciones son, como las tipologías, convenciones del proceso cognoscitivo.
Prefiero dividir ahora el proceso cubano de transformación socioeconómica en tres grandes etapas, y diría que la primera estuvo signada por la convicción de que se podría armar un proyecto socialista autóctono y lograr una inserción independiente en el sistema mundial, al margen de las tensiones impuestas desde Washington. El intento fracasó por la confluencia de diversos factores, entre los cuales el bloqueo jugó, como puede suponerse, un papel decisivo. Etapa inicial marcada por la confrontación, dentro y fuera del régimen; por la diversidad de variables en juego; por los primeros logros en justicia social; por la esperanza de que la promesa de otro mundo posible de que nos sentíamos portadores germinaría más temprano en otros entornos periféricos; y, por supuesto, por los errores de inexperiencia y los primeros reveses económicos a escala nacional, que hicieron insostenible la propuesta.
El socialismo cubano no hizo eclosión, sin embargo: ni sufrió desplazamientos de liderazgo político, ni renuncia al nivel de resistencia alcanzado; la economía preservó la estructura estatal generalizada, se mantuvo la orientación socialista radical y, en consecuencia, las prioridades hacia las realizaciones de justicia social y equidad con el énfasis en la búsqueda de respuesta a las necesidades de la salud y la educación. Estas se volvieron emblemáticas desde la alfabetización en 1961, verdadera proeza y monumento del cambio cultural, y la adopción de la medicina como derecho del pueblo desde 1965.
El cambio que sobrevino en los 70 sería, en medida principal, el requerido por la opción de articular el proyecto cubano al sistema soviético, con un obligado expediente de identidad que no dejaba espacio a los disensos en el diseño: se aceptaba un solo socialismo, el que Moscú había bautizado como «real». Se creó a partir de entonces un nuevo patrón de dependencia económica exterior. Aquel acoplamiento al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) proporcionó crecimiento económico sostenido durante casi dos décadas y un nivel de satisfacción muy equitativo de las necesidades de la población, aunque esta prueba de estabilidad tampoco sirviera para mitigar los rigores de la hostilidad norteamericana. La coartada para juzgar a Cuba como un Estado alineado al enemigo dentro de un mundo bipolar, ante un imaginario formado en la abominación del comunismo, se consolidaba.
No me detengo en la discusión de nada de esto, pues solo lo aludo para recordar aquí que lo que siguió a la desintegración del socialismo soviético —objeto de las páginas que siguen— abarca para los cubanos las dos décadas de la historia más reciente: es decir, que de este medio siglo Cuba ha vivido veinte años —casi un cuarto de siglo— en las coordenadas creadas a partir del derrumbe soviético y el fin del bipolarismo en el mapa mundial.
Considero este ultimo dato, el dato del tiempo, como fundamental: el tiempo histórico no es un conteo de años, es existencia transcurrida, que responde por todo el paisaje económico, político, social, cultural que se despliega hoy ante nuestra mirada. Que conforma además el punto de partida obligado tanto para búsquedas de soluciones a los problemas concretos, como para el trazado de caminos.
El dramático reto de volver a empezar
Fidel Castro bautizó como «período especial de tiempo de paz» lo que previó que se produciría en el proyecto socialista cubano de desintegrarse el sistema soviético. Pensaba en la economía y el nuevo efecto de desconexión internacional, y pensaba en la integridad de la nación, y también en el impacto sobre las condiciones de vida del pueblo. No hay país inviable, escuché argumentar a Abel Pose polemizando con Manuel A. Garretón en un en un coloquio hace casi diez años[4]. Pero la pregunta que quedaba a flote era: ¿hay sistema inviable?, ¿podría afirmarse después de 1991 que el socialismo se había probado inviable? Y si acordamos que la inviabilidad no expresa una magnitud sistémica, sino que se debe al fracaso de un experimento histórico, comienza el dilema de encontrar el camino del socialismo viable.
Fidel escogió un término logístico, el de «período especial», que no dejara duda acerca de la profundidad de la crisis que se avecinaba para Cuba después del derrumbe. Aún no había sucedido la catástrofe cuando acuñó la frase, pero si un líder socialista la veía posible era él, que desde los años 60 compartía una prevención que el Che Guevara no dudó en vaticinar de manera más explícita. No creo necesario citar al respecto, pues todo el pensamiento económico apunta críticamente a la búsqueda de una alternativa.
Lo que aconteció a partir de 1990 puede ser caracterizado como la crisis económica más aguda afrontada por el proyecto socialista aplicado en Cuba. Las crisis económicas atravesadas por el socialismo cubano no se corresponden exactamente con las crisis mundiales, de carácter capitalista, cuyo epicentro en el sistema financiero en los Estados Unidos, como eje del capitalismo mundial, las hace irradiar irremediablemente hacia el resto del Planeta. Ha sucedido incluso, como he escuchado recordar a Juan Triana, que la economía cubana ni siquiera sintió la crisis de 1974-1975, vinculada a boom de los precios del petróleo, porque la inserción soviética nos aseguraba el crudo en abundancia. Pero no hay que hacerse ilusiones a partir de circunstancias excepcionales, como esta. Esas crisis también nos llegan.
Lo cierto es que la generación de nuestras crisis y las del sistema capitalista no son explicables exactamente por las mismas causas, aunque las segundas no dejen de afectar la economía local de una u otra forma y con intensidad variable. El estremecimiento y desplome económico que sufrió el sistema cubano en los 90 fue el más agudo dentro de los países que dependían del mundo que se vino abajo, aunque, a diferencia de Europa del Este, en la Isla no removió la estructura de poder. Sin embargo, los inevitables efectos sociales —que me atrevería a centrar principalmente en la desvalorización del salario, la depauperación de las condiciones de vida y la ruptura de los patrones de igualdad— fueron sumamente severos, y acentuaron las condiciones de austeridad para la población.
Indicadores sustantivos de pobreza, como el declive brusco en los de nutrición, se hicieron intensos en los cuatro años que siguieron al derrumbe, a tono con la caída del PIB y el desvanecimiento del poder adquisitivo de la economía del país. No me toca aquí exponer el contorno de la crisis cubana que se inició a principios de los noventa, sino subrayar como, de una superación con equidad de la pobreza, en la cual se había comenzado a avanzar en las décadas precedentes, la sociedad cubana se vio sumida en una repauperización bastante generalizada.
Fue gracias a los estudios en que tuve oportunidad de participar desde finales de los noventa que percibí las diferencias y la relación entre los conceptos de pobreza y desamparo[5]; diferencias indispensables como instrumental para comprender la gravedad de la realidad cubana y a la vez los méritos y la prioridad de las políticas sociales. Lo consigno como referencia igualmente válida para el diseño de respuesta en otros escenarios del mundo periférico.
Con esta distinción entre desamparo y pobreza me refiero al significado de la existencia de una institucionalidad, tanto política como civil, que asocie explícita o implícitamente dispositivos que garanticen protección a la subsistencia, y en general a la vulnerabilidad comunitaria, sin permitir que esta quede sujeta al entramado mercantil, o a dinámicas económicas centradas en la acumulación, aun cuando se manifiesten ajenas al mercado. Dicho sea de otro modo, que impidan que el desamparo domine la situación social, convirtiendo la anomalía en regla. No hay que olvidar que vivimos en un mundo con la mitad de la población en la pobreza y que no ha sido capaz de dar solución a la desnutrición (hambre) de ochocientos millones, a pesar de haber rebasado la capacidad productiva para hacerlo.
Ante la sacudida que siguió al derrumbe socialista en Cuba, se adoptaron reformas que introdujeron elementos de mercado temprano en los 90 (con frecuencia se citan como las reformas del 93[6], aunque las medidas que flexibilizaban el sistema comenzaron en realidad al final de los 80, y siguieron generándose hasta el 94 o el 95), coyunturales unas, y otras que tocaban estructuras. Este proceso reformador no mostró ser parte de un plan articulado, cada reforma se mostraba más bien orientada a mitigar un problema concreto, y se asumió además con muchas reticencias, o con la evidente aspiración política de revertirlas, aun si sirvieron para contener la caída brutal de la economía hacia mediados de la década.
Hubo desde entonces señales de reanimación. No obstante, no sería posible hablar en rigor de una recuperación económica hasta que se iniciaron cambios en el escenario latinoamericano que propiciarían para Cuba una nueva perspectiva de integración. Aquellas reformas, que pararon la caída, no eran suficientes para aportar una reanimación económica sostenida, en tanto contribuyeron a provocar, sin embargo, una ruptura del patrón de igualdad que había mantenido al mínimo las diferencias de ingresos familiares en las décadas anteriores.
En los 80 la proporción de lo percibido por el decil de más altos ingresos superaba en sólo 4.5 veces lo percibido por el de menores ingresos[7]; con la explosión del ingreso extrasalarial y la entrada de remesas se estima que esa proporción se desbalanceó de manera apreciable[8]. De modo que las distorsiones que vemos hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen los efectos combinados, a veces caotizantes, de la desconexión y el derrumbe de la economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener la caída. Sin pasar por alto los viejos efectos combinados de las limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas por estrategias frustradas o erráticas: los viejos efectos dan un escenario a los nuevos, y se mantienen los unos y los otros determinando contornos. Ahora, además, habrá que contabilizar los efectos, directos e indirectos, de la nueva crisis mundial que acaba de desencadenarse en el sistema financiero y que ya vemos transferirse a la economía real.
El debate sobre una transición cubana
Otra vez en Cuba nos hemos visto obligados a repensar nuestra transición socialista. La tuvimos que repensar a principios de los setenta cuando se demostró que el alcance del poderío estadounidense estaba en condiciones de arruinar económicamente a un vecino tan frágil con sólo privarlo de escenario de inserción. Fue entonces que la dirigencia política optó por adscribir el proceso al bloque soviético. Esa decisión aseguró, como señalé al principio, un crecimiento económico decoroso y los recursos para costear los patrones de justicia social y equidad, aun en condiciones sociales de austeridad, pero no pudo propiciar la construcción de una estructura productiva sostenible. Tampoco fue un simple giro de bienestar realizado sin traumas y sin costos dentro del entramado complejo de la espiritualidad.
El tercer momento de la transición cubana va a tener otro carácter: se nos planteaba ahora como una disyuntiva. O una durísima, difícil ruta de preservación y cambios en el proyecto socialista, en un contexto mundial de dependencia neoliberal, de mercadocracia generalizada, sin escenarios de inserción alternativos; o, por el contrario, renunciar a la propuesta socialista e iniciar la transición inversa, en las coordenadas de la que se desencadenó en el Este, marcada por la economía de la privatización y el mercado, la política del pluripartidismo electoral asociado a las presiones del capital, y la ideología del individualismo, de la exaltación de la competencia y la desigualdad y la insensibilización hacia la pobreza: en una palabra, optar por la ley de la selva, la cual se asoma ya en Cuba.
Se asoma tras los conductos de la economía informal, pero tuvo su germen en un patrón individualista fertilizado en la etapa precedente por el espejismo del socialismo de mercado: el insaciable deseo de «tener más». Ese que, para sorpresa y admiración de la izquierda que se renueva, la sabiduría andina rechaza al oponerle el principio de «bien vivir».
El dilema se definía desde los mismos años 90 entre la transición de un socialismo fracasado hacia un socialismo viable, o la transición hacia un capitalismo que amablemente se nos aconsejaba realizable con «rostro humano». Se sabe que en Cuba prevaleció claramente la primera opción, pero que no se piense que no hubo motivación hacia el «rostro humano» del capital, ni que se trate de una idea pasada de moda del todo en el país. Ni en los 90 ni ahora. Porque con el socialismo viable sucede lo que con la democracia participativa: carece de referente concreto; de modo que todos o casi todos lo queremos pero no sabemos cómo será ni por dónde entrarle, aunque nos cansemos de asegurar lo contrario.
Hasta ahora tenemos más claridad en lo que le ha faltado al experimento socialista que en las propuestas idóneas para rehacerlo. Incluso el concepto de «transición», como una tarea en la agenda cubana, es rechazado por el lenguaje político oficial, y constituye uno de los temas más polémicos en Cuba[9]. No se trataría de rescatar con retoques el socialismo que tuvimos. Y que, en realidad, tenemos o creemos tener aún. Pero también pienso que, en cualquier caso, el futuro con «rostro humano» solo se podrá hacer socialista, porque la lógica del capital va a terminar siempre por tragarse cualquier empeño sostenido de justicia social, de amparo frente a la pobreza, de fórmula global equitativa, de esfuerzo por embridar el mercado, y hasta de soberanía económica.
No veo motivo para asumirlo como un rechazo intuitivo del experimento socialista conocido, lo cual llevaría a perder muchas cosas, sino de contabilizar con rigor las deficiencias probadas del modelo. Hablo ahora de deformaciones propias del modelo, no de las deficiencias que las coyunturas nos han impuesto sobre las del modelo, y que completan la amalgama generadora del caos actual. Clasificaría estas deformaciones en tres conjuntos.
En primer lugar, las económicas, estructurales, centradas en la confusión de socialización con estatización, la falta de ingenio, y de confianza, para la experimentación de formas diversificadas de socialización de la propiedad; la reticencia a buscar un patrón de eficiencia socialista que asegure la complementación de justicia y desarrollo, puesto que un proyecto de justicia social sólo será sostenible, y podrá reproducirse de manera ampliada, a partir de que cuente también con un soporte económico seguro; la demolición indiscriminada de todas las estructuras del capitalismo antes de tener con que reemplazarlas; la confusión de la necesidad de revertir el sometimiento al mercado con la ilusión de que el mercado se podía abolir por un acto de voluntad política.
«Una sociedad capitalista no lo es porque todas las relaciones económicas y sociales sean capitalistas, sino porque estas determinan el funcionamiento de todas las otras relaciones económicas y sociales existentes en la sociedad. Inversamente, una sociedad socialista no es socialista porque todas las relaciones sociales y económicas sean socialistas, sino porque estas determinan el funcionamiento de todas las otras relaciones existentes en la sociedad»[10]. De hecho, intentarlo de otro modo sería un absurdo, en el cual el socialismo, cuando ha sido creado, como hasta hoy, sin mecanismos económicos de corrección, es susceptible a sufrir la ilusión de que puede moldear la economía a voluntad. De tal modo, crea él mismo las deformaciones que obstruyen su viabilidad.
En el plano político, el modelo socialista generalizado en el siglo XX ha sido predominantemente autocrático, incapaz de articular íntegramente la institucionalidad que asegure el ejercicio de un verdadero poder popular: una democracia efectivamente participativa. El derrumbe soviético demostró que el socialismo no podrá existir sin democracia, si asumimos que democracia significa poder «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», como afirmó Abraham Lincoln.
La salvedad radica en que se hace necesario definir previamente el demos. En la república griega aludía una minoría esclavista, en la sociedad moderna capitalista se estratifica por el poder que aseguran las ganancias. Para que el demos devenga el pueblo, poco y mal puede hacerse si no se frena el poder del capital. Democracia no significa pluripartidismo electoral (se vuelve un negocio más) ni tampoco partidocracia movilizadora (que distorsiona el sentido del «partido vanguardia»). Coincido con Boaventura de Sousa Santos cuando afirma, en el texto citado, que «socialismo es democracia sin fin»[11]. Creo que es necesario que el partido que se proyecte portador del programa de la sociedad de justicia y equidad, si pretende legitimar su papel en «formar la república», como lo veía José Martí en su ideal del partido revolucionario, también debe vivir, en sistemas como el nuestro, una transición que lo consolide más como vanguardia, como potencia moral que preserve de los valores esenciales, y menos como poder institucional directo.
Un tercer plano estaría dado por los factores subjetivos, sobre lo cual existe en la Historia un arsenal de enunciados de valores irrealizados desde la antigüedad (desde el decálogo de la Ley mosaica, por ejemplo) y no sólo como propósitos incumplidos de los socialismos y de todas las sociedades existentes hasta nuestros días. Una sociedad en la cual la salida de las condiciones de pobreza se siga viendo hoy como la sumatoria de las soluciones familiares o individuales nunca saldrá por completo de la pobreza porque no saldrá de la enajenación. Sería siempre una sociedad centrada en la reproducción del individualismo. En la sociedad cubana el sentido de la solidaridad se ha logrado retener como un valor esencial, y es en este plano en el que se pudo distanciar del deterioro ético que se filtró en el bloque del Este. Sin embargo, no me atrevería a asegurar que se ha universalizado y se hace evidente que también dentro de la sociedad cubana, la crisis de paradigma sufrida a partir del derrumbe y las complejidades de los 90 han distorsionado sensiblemente valores que se creían con mayor grado de consolidación.
Me he detenido en esta formulación genérica para expresar donde veo los grandes desafíos que tenemos por delante los cubanos en el siglo XXI, al mantener y fortalecer la opción por el socialismo. Distinguía, al abordarlos, el modelo de la coyuntura, donde los problemas se traducen en una sociedad en la cual predomina una dislocación entre ingresos y poder adquisitivo, la economía informal se ha superpuesto a la formal, el salario del empleado de limpieza de un hospital puede ser superior al de los especialistas mejor pagados, y de no pagarse esos sueldos nadie haría la limpieza en los hospitales. Más allá de las reformas salariales se requiere llegar a las causas mismas del problema, que radican en el modelo.
Tampoco quisiera pasar por alto los significados que podríamos extraer de comparaciones entre el peso de lo modélico y el de lo coyuntural. Los altibajos de la inserción económica internacional se explican por respuestas coyunturales y, sin embargo, pueden mostrarse muy relevantes, decisivos. Cuando son de signo positivo, con el riesgo de que la clase política tienda a descuidar incluso los requerimientos de transformación del paradigma, espejismo en el cual se incurre con frecuencia. Y cuando son negativas, como es el caso del bloqueo económico de los Estados Unidos en la referencia puntual del sistema cubano, se hacen tan lesivos como para volverse objetivamente centrales en la provocación de situaciones críticas sostenidas que desvirtúan la totalidad del entorno nacional.
Lo que nos dice el IDH
Como es sabido, las insuficiencias propias del indicador de «pobreza de ingresos», motivó hace años la búsqueda de otro que englobara aspectos que quedaban fuera de consideración y, aunque sigue siendo el más funcional para comparaciones cuantitativas, se creó, y se adoptó de manera complementaria, el «índice de desarrollo humano» (IDH). En 1990 el IDH colocaba a Cuba en el lugar 39 dentro de un total de 130 países. La posición de Cuba en este índice se deterioró en los años sucesivos, según caían en el país los indicadores económicos y se deprimían las condiciones de vida de los cubanos. Su comportamiento más crítico lo tuvo en el año 1994, en que nos colocó en la posición 89 entre 173 países. Este indicador mostró, a lo largo de los noventa, el deterioro de la situación en que había quedado la población cubana, aunque hacia 1999 también comenzó a dar cuenta de una tendencia progresiva de recuperación.
El más reciente Informe de Desarrollo Humano del PNUD[12] muestra una recuperación importante de este índice en 2005, en que Cuba queda en el lugar 51. El índice de desarrollo humano de ese año, 0.838, es inferior al mostrado en 1990, que fue 0.877, y colocaba a Cuba en el sexto lugar en el conjunto de la América Latina y el Caribe. En este último Informe…, como en los anteriores, también se constata que la clasificación de Cuba como país de desarrollo humano alto se debe a los indicadores de calidad de vida, en tanto los económicos progresan muy lentamente.
Un posicionamiento realizado exclusivamente a partir de los ingresos (PIB per capita) movería bruscamente a la Isla al lugar 94 en los cálculos del año 2005. Esta paradoja muestra nuestras fuerzas y nuestra debilidad: la capacidad del sistema cubano de retener niveles de amparo a la ciudadanía que serían inimaginables, en una situación de crisis, dentro de una economía de mercado, por una parte; y la insuficiencia de la economía cubana para hacer sostenible el sistema, cuando es evidente que los logros en el terreno de la justicia social y la equidad tienen que descansar sobre un carril de desarrollo productivo no sujeto a la lógica de la ganancia sino a la del crecimiento del bien común de la sociedad.
Hasta aquí la estadística. Paso ahora a otros comentarios. El primero es que las cifras muestran: 1) que a pesar de la caída económica y del régimen de castigo desde los centros de poder imperialista, acrecentado a lo largo de los 90 y hasta los años finales de esta década, la economía cubana muestra capacidad de revitalizarse cuando vuelve a encontrar escenarios de inserción, sin hacer concesiones al imperativo neoliberal, ni a ningún compromiso que pueda traducirse en lazos de dependencia; 2) que el punto débil visible del sistema cubano termina siempre en el comportamiento de la economía, en el cual nunca se ha pasado de medidas aisladas, de mayor o menor alcance, que no aparecen articuladas a un cambio estructural orientado a introducir un nuevo patrón de eficiencia. Las urgencias del corto plazo interfieren con la materialización de cualquier proyección estratégica.
La recuperación económica de comienzo de la década presente, que tuvo su manifestación más elevada en el crecimiento del PIB del 12.5% en 2006, quedó todavía corta de cara a la mayoría de los indicadores de 1989. Además, el crecimiento volvió a desacelerarse con rapidez, cayendo a 7.3% en 2007 y 4.3% en 2008. Para 2009 se ha ajustado la cifra propuesta al 2.5%, aunque rigurosos estudios econométricos consideran esta como una variante óptima y menos probable que una cifra próxima al 1%. Y aun peor, si no encuentran solución los problemas que traban el sistema de pagos (al parecer el de mayor incidencia inmediata), no se descarta un comportamiento en el rojo, de alrededor de –0.5%[13]. Por primera vez bajo cero en dieciséis años.
De manera que, como a principios de los noventa, terminamos la primera década del siglo XXI con una caída significativa. Lo cual no hace más que ratificar, a mi juicio, que incluso cuando miramos más allá de la economía, descubrimos que el reto más inmediato y definitorio del socialismo cubano se localiza otra vez en la economía.
La economía cubana —cargada de malformaciones— está urgida de cirugía. Pero de cirugía socialista. Igualmente si es bajo el bloqueo sostenido, como si este quedara aligerado por motivaciones humanitarias, o si fuese progresivamente desmontado. Frente a cualquier variable la economía socialista cubana no tiene otra opción que encontrar una armazón eficiente. Rediseñada sobre una noción de desarrollo distinta: desde las fuerzas que el país ha creado (en primer lugar con el capital profesional, que sigue subutilizado), con el peso de sus carencias, y sobre las incertidumbres de cada coyuntura. En primer lugar para garantizar subsistencia a nuestra población y recuperación al medio natural del cual nos nutrimos: algo que no se ha logrado plenamente en los cincuenta años transcurridos.
No puede Cuba aspirar a convertirse en otra Suiza (ilusiones sin base que he escuchado a veces) y de hecho, ni siquiera me parece sano soñar con que exista otra Suiza. Las estadísticas económicas tienen más de un significado. Del lado negativo, los altos índices de comportamiento económico también suelen ser indicativos de altos niveles de consumo, contaminación de la atmósfera, y depredación del ambiente en más de un sentido. Se ha dicho que si la norma de consumo de combustible norteamericana se universalizara el agotamiento de las fuentes se haría casi inmediato. No podrá haber autos para todos en el mundo.
Mathis Wrackernagel, investigador del Global Footprint Network de California, calculó, para noventa y tres países, la cantidad de planetas Tierra que serían necesarios en el caso de generalizarse el nivel de consumo de cada uno de ellos. Los países europeos occidentales están en la media de tres planetas, y los orientales de dos. En tanto los Estados Unidos necesitarían cinco planetas. Los países de la América Latina estarían sobre la media de un planeta, y los de África bastante por debajo. En esta correlación la línea del desarrollo sustentable estaría en un índice de desarrollo humano de 0.8, y el nivel de la huella ecológica en 1 planeta. Cuba parece ser, al momento, uno de los países que más claramente se acerca a esta correspondencia[14].
No lo digo como insinuación de complacencia. En definitiva, son estadísticas, solo estadísticas. La complacencia es hija del conformismo y contra el conformismo se rebela el imperativo de redimensionar la economía con reformas que alcancen las estructuras donde quiera que la búsqueda de una eficiencia socialista lo reclame. Se rebela también la necesidad de restaurar un régimen laboral y de participación efectiva que incentive el trabajo. Se rebela la necesidad de posibilitar mejor vida sin más gasto. Se rebela la urgencia de dar un carácter más orgánico al rescate y la protección del ambiente. Se rebela la tarea inaplazable de hacer nacer al fin la democracia.
Y, sin embargo, este dato nos dice, a mi juicio, al margen de consideraciones ideológicas, que el escenario más idóneo para los proyectos de transformación sustentable se encuentra ahora en la América Latina, donde se ha iniciado —solo se ha iniciado— una significativa modificación del mapa político. Y que Cuba presenta, de algún modo, una posición de punta, por ser el país portador experimentado de un paradigma antisistémico de referencia con validez periférica continental.
Es obvio que la realidad presente muestra una compleja panoplia de necesidades de cambio en la transición cubana. Pero es así precisamente porque la opción es la del camino socialista. La otra transición hubiera sido más sencilla, al ponerlo todo en manos del mercado. Y también terrible, porque la lógica del capital no perdona: consolida desigualdades, agudiza y extiende la pobreza, empeña soberanías, compromete futuros. Habríamos perdido en Cuba medio siglo de sacrificios.
Es la transición socialista la que requiere a cada paso la inteligencia del cambio, la evaluación de cada resultado, combinar la mirada puesta en el horizonte con la del día a día, la del gran panorama con la de la calle. También confrontar críticamente nuestros disensos. Y permitir que el pueblo asuma cada vez más un protagonismo en lo que se construye. Que algún día las masas se pongan en condiciones de participar cada vez más —como diría Ernesto Che Guevara— en la decisión de qué parte de los ingresos de la sociedad va al consumo y qué parte a la acumulación[15].
—————————————–
Notas:
Sociólogo y ensayista cubano.
1.- Véase http://www.kaosenlared.net/noticia/programa-moncada-era-socialista-esta-inconcluso, 3 de febrero de 2009.
2.- Véase «Estoy disponible para servir a mi Patria», entrevista de Carmelo Mesa Lago concedida a Roberto Veiga para Espacio Laical, no. 61, marzo de 2009, La Habana.
3.- Véase Omar Everleny Pérez Villanueva, «La estrategia económica cubana: medio siglo de socialismo», ponencia presentada en el Seminario sobre Economía Cubana y Gerencia Empresarial, 27-29 de mayo de 2009, La Habana.
4.- Coloquio internacional celebrado en La Habana en febrero de 2000, convocado por la Oficina Regional para América Latina de la UNESCO, bajo el título «Repensar a América Latina».
5.- Véase Aurelio Alonso, «Estrategias de amparo frente a las dinámicas de empobrecimiento», ponencia al XXVII Congreso de LASA, Montreal, 2007.
6.- Véase Aurelio Alonso, «Las reformas cubanas y la introducción de la lógica de mercado en el sistema económico: apuntes sobre los efectos sociales», Alternatives Sud, vol. 1, no. 2, 1994, Paris.
7.- CIEM-PNUD: Investigación sobre derechos humanos y equidad en Cuba, editorial Caguayo, S.A., La Habana, 2000.
8.- Estimados oficiales aluden recientemente a una correlación 7-1 pero varios estudios por muestreo indican que el desbalance puede haber alcanzado una proporción superior a 15-1. Vease Mayra Espina Prieto: Efectos sociales del reajuste económico: igualdad, desigualdad, procesos de complejización de la sociedad cubana, ponencia presentada en el Congreso de Latin American Studies Association (LASA), Dallas, marzo de 2003.
9.- La revista Temas dedicó su número 50-51, de abril-septiembre 2007, al tema de las transiciones. En el mismo el debate cubano ocupa un espacio relevante, a través de una encuesta aplicada por Rafael Hernández y Daybel Panellas, bajo el título «Sobre la transición socialista en Cuba: un simposio», a trece «personas que se distinguen en el campo de las ideas y el conocimiento, en la práctica social y política, pertenecientes a diferentes profesiones y generaciones».
10.- Boaventura de Sousa Santos, «¿Por qué Cuba se ha vuelto un problema difícil para la izquierda?», en la lista Other News de Roberto Savio en IPS, 6 abril de 2009.
11.- Ibidem.
12.- Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008. La lucha contra el cambio climático: Solidaridad frente a un mundo dividido, publicado por el PNUD, México, 2007.
13.- Véase Pavel Vidal, «El PIB cubano en 2009 y la crisis global», en IPS – Economic Press Service, 09/ 15 de mayo de 2009.
14.- Véase Carlos Fernández Liria, «Un siglo de pereza y de comunismo», en Casa de las Américas, no. 254. enero-marzo de 2009, año XLVIII, La Habana.
15.- Ernesto Che Guevara: Apuntes críticos a la Economía Política, pag. 147, Ocean Sur, La Habana, 2006.
Socialismo en el siglo XXI
Enviado el Miércoles, 16 de Septiembre del 2009 (15:33:46)

Intervención de Aurelio Alonso en el VIII Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios: “Debemos realizar una especie de auditoría perenne sobre el curso que nuestras decisiones provoquen en la sociedad, para no tener que volver a percatarnos de que salimos hacia el socialismo y llegamos a otro lugar”
por Aurelio Alonso
Me voy a concentrar en cuatro puntos. El primero se refiere a la razón del planteo. No podemos pasar por alto que el uso de la preposición “en” o “de” se empieza a convertir en un dilema con carga definitoria, o al menos distintiva de posturas. Creo que se puede perder tiempo y energías tratando de delimitar si el subrayado sustantivo debe destacar, con “en”, la continuidad del socialismo, previsto que no es válido reducir “el socialismo” al experimento fallido del siglo XX. O si lo que merece subrayarse, si se escoge “de”, es la convicción, desde un proceso de superación crítica de los errores, anomalías y desatinos, de que no se trata de repetir con más cuidado el camino andado, sino de enfrentarlo con una carga de apertura en la cual prevalezca la creatividad.
Sinceramente, en mi caso personal me he habituado al “de”, porque me pareció, desde un inicio, que el primer fantasma a despejar entre los que no hemos claudicado del ideal socialista, es el de los lastres que nos presionan desde el proyecto fallido. Con lo cual tampoco creo profesar menosprecio alguno hacia el proyecto fallido; al contrario, me parece indispensable que la crítica recupere todo lo de positivo que vimos y vivimos en él, que ha sido mucho.
A pesar de que se han escrito millones de páginas, no creo que la crítica del experimento socialista del siglo XXI haya sido agotada. En realidad, la necesidad de repensarlo es tal, que nunca va a ser agotada. Incluida una evaluación ponderada del liderazgo de Stalin, que tampoco puede hacerse en blanco y negro. Me ahorro el conteo de barbaridades y la insistencia acerca de su responsabilidad en la deformación y el fracaso socialista soviético. Pero recordemos la conducción de la resistencia a la agresión mundial del nazismo y la conversión de la desolación en ofensiva, y recordemos también que en los momentos más críticos de la contienda, no detuvo la construcción del metro de Moscú, lo cual da cuenta de un profundo compromiso con la consumación de su proyecto socioeconómico. Del suyo, en el cual creía.
Pero ningún reconocimiento parcial sería suficiente para no entender que el modelo nacido de la victoriosa revolución bolchevique se mostró, a la larga, incapaz de sostenerse, y esas incapacidades tienen que ser totalmente erradicadas en la construcción de un modelo viable. Estamos obligados, como ninguna otra generación lo estuvo, a asumir la historia sin maniqueísmo.
Concluyo el punto expresando que para mí es más importante el enfoque efectivo detrás del enunciado que la precisión semántica de la preposición que escojamos. No lo convirtamos en un debate típico del medioevo. Por eso, trato de evitar que esto devenga para mí un tema polémico. En definitiva, del siglo XXI estamos llegando solo al final de la primera década y quedan noventa años para que los experimentos socialistas en que nos empeñemos muestren su viabilidad o no. Para no repetir los viejos errores y para corregir los nuevos que cometamos. Es decir, si es que no perecemos antes de hambre o de sed, o cocinados por el calentamiento global, o de cualquier otra catástrofe que se vincule a la destrucción desenfrenada del ambiente humano en la cual estamos atrapados.
El segundo punto se refiere a los dilemas de hoy. Cuando hablamos de dilemas no es posible eludir que la historia nos los impone siempre a través una solución de continuidad y ruptura que, en la práctica, solo puede ser afrontada de manera concreta y diferenciada. Y las soluciones de los dilemas siempre tienen que salir de las generaciones que los viven (mejor decir, que los vivimos). Ninguna referencia precedente, por sensata que sea, nos puede dar respuesta a los que tenemos que resolver hoy. Nos ayudarán a pensarlos, pero la solución la tenemos que elaborar ante la realidad que vivimos, los mismos que la vivimos.
El dilema principal, planteado en el nivel más alto de abstracción, sería el que nos cuestiona hacia dónde nos dirigimos. Vuelve a expresarse, en el plano sistémico, en la disyuntiva entre capitalismo o socialismo. Quienes consideren exhausto el proyecto socialista, lo asumen como un dilema entre capitalismo con “rostro humano” y cualquier otra opción. Su desventaja es que los referentes históricos capitalistas a los cuales se podría atribuir “rostro humano” son muy discutibles y, en todo caso, poco generalizables el modelo sueco, por ejemplo), para no decir irrepetibles.
Una visión más realista nos lleva a replantear hoy este dilema central en términos de “socialismo o barbarie”, como lo hizo Rosa Luxemburgo a comienzos del siglo XX, y lo vuelve a hacer hoy Istvan Mészáros, ahora ante un nivel de agravamiento en las relaciones socioeconómicas y políticas a escala mundial, que puede extremarlo a “socialismo o devastación”.
“Barbarie —afirma Mézáros— si es que tenemos suerte, en el sentido de que el exterminio de la humanidad sería el resultado final del destructivo curso del desarrollo del capital”.
De manera que el futuro de la humanidad tendrá que enrumbarse progresivamente a través de un proceso de socialización (contradictorio, a menudo convulso, con giros inesperados, con avances y retrocesos, con confrontaciones violentas, con la exigencia constante de reciclajes que preserven la lucidez de liderazgo, en tanto profundizan la democracia), o no habrá futuro, del todo, para la humanidad. La tragedia consiste en que el tiempo histórico para que la humanidad se percate de la urgencia del cambio radical, y oriente sus pasos en la búsqueda efectiva de solución, se reduce también radicalmente.
No me gusta ser apocalíptico; ni siquiera me quiero sentir, en el fondo, pesimista. En una ocasión oí decir a Boaventura de Sousa Santos, después de describir la tétrica situación de la realidad contemporánea, que él se consideraba un optimista, aunque un optimista trágico.
Un tercer punto al cual me he sentido motivado se vincula a la reflexión en torno a los paradigmas. Este es un problema que presenta, a mi juicio, dos perspectivas metodológicas: una es la necesidad de definir qué contenidos se nos presentan, por su naturaleza misma, paradigmáticos para nuestra proyección; la otra sería cómo aproximarnos críticamente, revisar, constatar concreciones parciales, controlar y rectificar nuestros planteos paradigmáticos. Una especie de auditoría perenne sobre el curso real que nuestras decisiones provoquen en la sociedad. Para no tener que volver a percatarnos de que salimos hacia el socialismo y llegamos a otro lugar.
En términos de paradigmas, hoy podemos afirmar que la salvación de la humanidad descansa en la construcción o reconstrucción soberana de sociedades que se sostengan en proyectos de justicia y equidad, con propuestas de desarrollo económico orientadas a sostener dichos proyectos, a la par que reproducen el producto social; que se orienten en la práctica a la eliminación de la explotación del trabajo que el capitalismo convirtió en mercancía; con esquemas de participación en el sistema de decisiones, desde la comunidad hasta el Estado central, capaces de imponer una institucionalidad democrática sin precedentes (“el socialismo es democracia sin fin” ha dicho de Sousa Santos con razón).
Y lo más importante, debido a la inminencia del peligro de sucumbir, que cambie radicalmente la actitud del hombre hacia la naturaleza, en el sentido de preservación, restauración, comunicación y asimilación, en unidad con el medio ambiente, del cual hace parte. Y el cambio de la conciencia humana, que si miramos hacia los sacrificios solidarios parece que ha sido mucho, pero si miramos a la expansión de conductas individualistas lesivas al bienestar común, deja mucho que desear. El ideal del hombre nuevo es también un componente paradigmático universal, pero no me canso de repetir que no podremos hablar del hombre nuevo hasta que no se haga salir de la cabeza humana el deseo del automóvil.
Dicho sea rápidamente y sin ser todo lo acucioso que merece el punto, para mí estos resultan enunciados paradigmáticos perfectamente generalizables. No diría yo que para caracterizar el socialismo del siglo XXI, sino para esbozar el horizonte de su construcción. Y si pensamos en ellos de manera despejada, sin querer encontrar coartadas para complacencias, veremos que es poco, a veces demasiado poco, lo que podríamos contabilizar ya como realización en los esfuerzos en que hasta ahora nos hemos empeñado.
En qué medida se asemejan o divergen entre una y otra realidad nacional la correlación de clases sociales y cómo hacerle frente en la responsabilidad práctica de construcción social. Cómo se definiría, en términos de diseño, la institucionalidad política y jurídica que responda a los intereses del pueblo. Cuáles serían, aquí y allá, las proporciones idóneas de la propiedad sobre los medios económicos desde el sector estatal hasta el privado.
Estos son, junto a otros, temas dilemáticos puntuales, que requerirán de concreciones distintas en las respuestas que implementemos. No confundir los paradigmas con las decisiones coyunturales, los méritos del corto plazo con los del largo, la movilización con la participación, lo necesario de la espontaneidad y el ingenio creativo con rechazo del liderazgo (ni al revés). Estos y otros serán siempre (o al menos por uno o dos siglos, con buen tiempo) desafíos para lograr la irreversibilidad socialista.
Si el socialismo que construyamos no se hace definible como democracia, no será socialismo; pero si no se vuelve por naturaleza irreversible tampoco será socialismo. Corro el riesgo de ser acusado de veleidades dogmáticas. Acepto el riesgo. Pero no he abandonado la idea de la irreversibilidad. Aunque de ningún modo crea que la hemos conseguido al votar su inclusión en el texto constitucional: votamos la aspiración, pero solo el curso de la historia podrá decir si el socialismo que construimos resultará irreversible o si también cederá ante las presiones del mercado. Y, sobre todo, ante la inmensa deformación hegemónica que el dominio de los medios masivos de información ha impuesto al pensamiento. Vuelvo a recordar el deseo del automóvil como síndrome erosionante de nuestro tiempo. Creo, sin embargo, que la irreversibilidad, cuando tengamos modo de comprobar que ha sido lograda, será definitoria.
No puedo terminar sin detenerme un instante en el mapa latinoamericano de hoy. Tan sólo un instante —no hay tiempo para más ahora— para recordar que no estamos debatiendo en un plano estrictamente teórico. Estos temas han sido puestos al día por las exigencias, los desafíos y las esperanzas que nos plantea el cambio que las masas han impuesto en el escenario latinoamericano. Para recordar que frente al avance devastador del modelo neoliberal se ha impuesto una ola de resistencia y transformaciones que ha cambiado el mapa político, social y económico de la América Latina.
El cambio latinoamericano que se inició con la revolución bolivariana en Venezuela, y que se ha generado una onda expansiva, convierte al continente el laboratorio sociopolítico y económico por excelencia del mundo periférico hacia la transformación del ordenamiento mundial y hacia la subsistencia del planeta. Hacia el rescate de los paradigmas y la asunción de la posibilidad —difícil y escabrosa pero real— de que el dilema “socialismo o devastación” no se resuelva por la vía de la tragedia. Por supuesto que este punto merece más precisiones, pero sería imposible ahora ir más lejos.
La Habana, 5 de septiembre de 2009
———————————
Intervención de Aurelio Alonso en la mesa Socialismo en el siglo XXI que sesionó en el VIII Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios, realizado en La Habana del 2 al 5 de septiembre de 2009